Vivo canciones, canciones viven en mí. Suena el ruido que describe el momento, la realidad, el sentimiento. Generalmente primero es el hecho, luego la canción; en este caso fue primero la canción, la que me empujo, la que me llevo, la que me hizo estar y fue después cuando llegaron los lugares, lo vivido, lo sentido.
Alguna vez me han dicho que corro, que nunca me enseñaron a andar, a ver los lugares bajo el prisma de la paz y la tranquilidad, que jamás voy al bidegorri a andar, solamente a correr, a rodar, a ver más un yo interior, un límite personal, que un yo externo, un infinito natural y social. Quizá por eso, en este viaje, padecer un virus literal, no metafórico, plantar, me hizo gozar, plantarme, de un modo diferente ante mi entorno, y ya no tanto ante lo que veía, sino ante lo que me aportaban aquellos que me acompañaban, a quienes acompañaba.

Fue igual... Me
deje llevar en más de una ocasión,
seguí la corriente que enseñaba el camino hacia el mar, donde encontrar una humilde estatua (como en Bruselas), en este caso con forma de sirenita varada en un extremo de la ciudad, unos lagos de nuevo (como en Croacia, como en Hamburgo), un mitad parque mitad cementerio (como en Edimburgo), un Choco Latte una cerveza por un ojo de la cara o una ciudad llana, dividida en barrios muy diferentes, hecha con escuadra y cartabón (como en Estocolmo), un parque de atracciones en medio de la ciudad (como en Viena), una fabrica de cerveza que visitar (como en Dublín, como en Malinas), algún que otro canal (como en Venecia), un millón de bicicletas (como en Amsterdam, en Ferrara, en mis viajes, en mi mente...)...

... Pero diferente. Fue igual, pero diferente. Igual por todo lo anterior, diferente por encontrar en una pseudocena a
Andrea sin ciudad, la que tuvo el valor para marcharse, el miedo a llegar, la que duerme tras el vendaval, la que sueña con despertar en otro tiempo y en otra ciudad. Diferente por conocer no tanto el lugar, sino el ser, lo que había dentro de él, de ella. Poder visitar el monumento sin necesidad de comprar ticket de entrada. Sorprenderme porque cuando
todos duermen ya, la confianza hace gozar de una compleja cerveza en el corazón de la ciudad; Fascinarme con un barrio con nombre de niña buena,
Christiania, y esencia de niña mala en busca de lo prohibido, que en este caso no es el amor libre, ni siquiera las drogas, sino sacar fotos a escondidas. Asombrarme por encontrarme en
un tren que consigue trazar la frontera entre Dinamarca y Suecia, entre ser refugiado que escapa de la guerra, del día a día, de la negatividad o... o... o refugiado que escapa de la rutina, del día a día, de la negatividad...
un tren que consigue trazar la frontera entre siempre o jamás.
Diferente sí, sorprendido, fascinado, asombrado... contento de hacer eso que suena tan bien, dejarse llevar en manos del señor Jacobsen y sus pócimas que ansían convertirse aún hoy en la mejor cerveza del mundo; por jugar al azar gracias al azote perdido y poco sutil que aporta aquella que te enseña las reglas del billar danés, el azar de escapar, dejarse llevar, correr. Nunca me enseñaron a andar...
Y es que en Copenhague, como en la vida chévere, nunca sabes donde puedes terminar o empezar... o empezar...
No hay comentarios:
Publicar un comentario