Al fin escapábamos. De una vez por todas traspasábamos las redes de aquellas vallas que nos tenían presos durante largos, fríos y desapacibles meses. Dejábamos atrás la rutina de días fríos y duros y entre otros, también a nuestro amigo Wittelsbach. Él había preferido seguir unido a su familia, comprensible, a pesar de ser el que seguramente físicamente mejor se encontraba de todos, gracias a ciertas concesiones, que no privilegios, recibidos en el campo por ser tan solo en origen, "uno de los suyos".
Walter era quien marcaba el camino, pues a pesar del tiempo transcurrido y la oscuridad, que ejercía a la vez de dificultad y aliada, sabía cual era la dirección a seguir, yo tan solo le seguía y giraba de vez en cuando la cabeza hacia atrás para ver si alguien se había percatado de nuestra huida y al mismo tiempo así, veía empequeñecer en la distancia las luces que partían de las torres de vigilancia de aquel presidio y pseudocementerio. Miradas, gestos provocados por una especie de síndrome de Estocolmo.
Teníamos ante nosotros unas tres horas antes de que amaneciera para llegar a la ciudad, para realizar unos 14 kilómetros y encontrarnos con la salvación en lo alto del olímpico de Münich. Tiempo más que suficiente para sentir de nuevo la alegría, el bienestar, de sentirnos libres de una vez por todas.
En el trayecto, miles de imágenes venían a mi cabeza de lo vivido allí dentro. Seguía andando, sin reparar en nada, tan solo seguir los pasos que mi amigo Walter dictaba mientras veía ante mí las filas perfectas de cada mañana al realizar el recuento, los cientos de cabezas rapadas que a pesar de los pesares tan solo ciertos días perdían la sonrisa para animar y saludar a compañeros que sabían se necesitaban unos a otros o simplemente mi sueño de la noche anterior en el que paseaba junto a la libertad por Riga, en aquel tunelcito esta vez sin música pero más solitario y a la vez más acompañado que unos meses atrás, con esa bici apoyada en la pared que parecía hacernos querer recordar lo vintage, lo único de esa urbe del Báltico. Adoquín tras adoquín, recorriamos la ciudad agarrados de la mano transmitiendo calor mutuo ayudándonos a esquivar el frío que emanaban las aguas del río Dviná y admirando por primera vez gracias a ella un puente de colores en medio de la oscuridad.
- ¡Eh! ¡Ya estamos Vasco! ¡espabila mein Freund que lo tenemos en nuestras manos, ante nuestros ojos! ¿lo ves? - me dijo Walter señalándome con la mano una pequeña colina que se alzaba frente a nosotros.
Miré hacia el frente, dejé a un lado mis sueños letones y le dije, la verdad:
- Solo veo un montículo, nada más...
- Eso es amigo, tras esa montaña se encuentra el estadio, nuestro punto de encuentro.
A pesar del cansancio, del hambre y de la fragilidad que presidían nuestro propio ser, corrimos. El verde se dejaba ya ver con los primeros rayos de sol. Una grama perfecta tan solo entrecortada por pequeños caminos que se abrían paso entre los montones de hierva curvilíneos. Era el último muro a superar. Tras esa montaña se encontraba ella definitivamente, la libertad, escondida junto a aquel coliseo camuflado entre la nada, entre el todo.
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